martes, 17 de abril de 2012

Sobre identidad cultural, biografías, revolucionarios imperialismo y otras yerbas



Una caja con payé

Soy un salvaje. A los 10 años fui arrancado de la selva misionera y llevado a Buenos Aires. Una ciudad vacía, despoblada de árboles y definitivamente abandonada por los duendes. Mis zapatos nuevos allí se veían viejos, tuve que despojarme de ellos como me despojé de mi vocabulario y de mi acento “portuñol-guaraní”. Allí la pipoka o maíz pororó, pasó a llamarse palomitas de maíz; las guainas, pibas y los guríes, pibes.

Allí, al ver por primera vez un televisor en blanco y negro, quedé deslumbrado y atemorizado por la violencia y el salvajismo de las personas que se mataban dentro de esa caja llena de  payé. Después me di cuenta que la violencia provenía del lado de afuera y que esa caja tan temida solo reflejaba o imitaba la realidad externa. Ahí fue cuando nació mi temor a las personas civilizadas: las más ilustradas parecían las más salvajes; perdón, mejor sería decir crueles o tiranas. También me di cuenta que la justicia, el poder y la verdad eran propiedad privada de aquellas personas que mejores argumentos tenían, las que atesoraban montañas de enigmáticas palabras para mi casi incomprensibles.

Cuando pude comprender algunas de esas palabras me fui “civilizando” y a cambio de ello perdí un poco de mi agreste inocencia. En lugar de bañarme libremente en el arroyo tenía que frecuentar una pileta pública; remplacé mis juguetes caseros de madera, tacuara o carreteles de hilo por héroes de plástico importados, comprados en jugueterías; dejé los caballos o el sulky para montar en trenes, colectivos y subtes repletos. Sin quererlo sustituí la naturaleza que me rodeaba, con sus árboles centenarios, sus mariposas, tucanes, cuatíes y cascabeles por las pintorescas ilustraciones de los libros de ciencias naturales y por los animales embalsamados que se exponían en los museos. Allí mi selva se transformó en mapa y la naturaleza que yo creía descifrar en la práctica, en materia teórica de estudio.

Lógica provinciana

A pesar de todo, como la tierra colorada continuaba impregnada en mi piel, el salvaje que habitaba en mí pudo sobrevivir. Nunca logré sentirme porteño porque siempre me recordaban que era “del interior”. Era absurdo, me sentía extranjero en mi propio país. En ese entonces pensaba que si los provincianos somos del “interior”, los porteños deben ser del “exterior”… Algo de lógica había en mi precoz razonamiento, visto que un vocablo es antónimo del otro.

A partir del ’76, durante el denominado “Proceso de Reorganización Nacional”, presencié a militares e intelectuales civiles muy ilustrados matándose entre sí, luchando en nombre de ideologías e intereses foráneos, al servicio de naciones poderosas que –en su “guerra fría” – no derramaron una sola gota de sangre. Hice el servicio militar en La Tablada durante la Guerra por las Malvinas. Una madrugada nos llevaron a la Plaza de Mayo para reprimir a los manifestantes que pedían el fin de la dictadura y la renuncia de la Junta Militar encabezada por el General Galtieri. Pocos días después, cuando esos mismos militares tomaron las Islas Malvinas, los manifestantes volvieron a la Plaza de Mayo, pero esta vez para ovacionarlo. Me imagino que debe ser por esa razón que al pueblo se lo denomina masa… pero es mera especulación de mi parte, demasiada imaginación.

Biografías e identidad cultural

Los años transcurrieron urgentes llevándose mi adolescencia. La vida quiso devolverme la selva y los ríos, una aldea semejante a la de mi infancia; la cadencia del guaraní y la musicalidad del portuñol; los árboles y los duendes; el agua fresca y la sombra.

Aquí, en mi aldea del interior, donde dos ríos unifican a tres naciones, el monte volvió a mí convertido en formas y colores; la vida me devolvió la flora y la fauna de mi niñez y la belleza y la simplicidad de los guaraníes para que no olvide quién soy y lo registre con alegría en cada tela y en cada muro. No busco ni ambiciono otra cosa. En mi trabajo tan solo intento reflejar mi identidad cultural, no pretendo mostrar lo que no soy, ni lo que jamás he sido. No pinto lo que se pone de moda ni me apropio de lenguajes ajenos a mi vida como todo. Las biografías se vivencian, no se forjan.

Sentidos y contrasentidos de la sociedad y su arte

Los mismos ojos de mi infancia que miraban la ciudad con temor, hoy se resisten a mirar esas paredes y muros que agreden al transeúnte con sus contenidos brutales, tan violentos como la asustadora caja de mi niñez. Por eso rehúyo del arte que ilustra el fanatismo partidario y me hastían los discursos nacionalistas. Observo con cierta vergüenza ajena la miopía de aquellos que para censurar, rechazar e impugnar las imposiciones foráneas, realizan sus obras en la vía pública utilizando contenidos artísticos agresivos, impuestos con la misma violencia que, paradójicamente, se impugna y critica.

Aquellos que defienden ideologías, doctrinas y pensamientos que dividen y disgregan no hacen otra cosa que discriminar y crear diferencias interculturales dentro de sus propias naciones. También me avergüenza la falta de coherencia de los artistas que “defienden” y “retratan” a los pueblos originarios sin jamás haber pisado una aldea, sin conocer su cultura ni reconocer sus ancestrales conocimientos.

Estamos a casi un siglo de la revolución rusa y el arte del movimiento mexicano, que tantas enseñanzas nos han dejado, ya pertenece al pasado. Vivimos un momento histórico distinto y  las ideologías de otrora ya son obsoletas. El momento actual está plagado de urgencias sociales y ambientales que requieren el empleo de otras estrategias y formas de lucha que generen revoluciones culturales. Para lograr transformar la realidad es necesario crear una corriente de inclusión social más universalista que comprenda y ampare a la tierra como un organismo vivo y la especie humana como un todo, respetando sus diferencias.

La miopía cultural y los espejitos de colores

Pero esta transformación está lejos de ser realizada porque se nos ha impuesto un paradójico modelo de “cultura miope”, una cultura de imitación que, por un lado condena a las potencias colonialistas que instalan sus bases aéreas en nuestros países y nos explotan económicamente; pero, por otro lado, ese mismo modelo de miopía cultural nos impulsa y a consumir sus productos culturales y nos exhorta a reverenciarlos y a imitarlos. Mientras tanto, miramos a nuestros connacionales –sobre todo a los del “interior”- con desaire y hasta con cierto desprecio.

Tanto se imita a los mismos que se critica que hasta todos los  hijos de familias modestas, que subsisten villas porteñas o en favelas cariocas, serán registrados con nombres “autóctonos” muy…anglosajones como Peter, John o Michael, en lugar de  Juan, Pedro o Miguel. Es como aspirar a ser quienes no somos y nunca seremos; es como pretender pasar de una “casta” supuestamente inferior a un “linaje” más “noble”.

En Venezuela, Bolivia, Paraguay, Brasil o Argentina, es común ver publicidades en la vía pública o en la TV para promocionar “bienes de consumo” de empresas multinacionales donde se ven mujeres, hombres y niños blancos, rubios de ojos azules o verdes y muy raramente un modelo de piel cobriza. Insisten con que nos identifiquemos con aquello que no somos y nosotros les compramos los nuevos espejitos de colores. Pero, desafortunadamente, no se cambia de estirpe usando nombres extranjeros, pintándonos el cabello o consumiendo bienes culturales foráneos.

Cine para intelectuales ciegos

Los adeptos a esa cultura miope abundan y se los ve inclusive entre los propios artistas. Son los que critican el cine nacional porque consideraran que no tiene calidad. En muchos aspectos tienen razón. En Argentina o en Brasil no es fácil conseguir 200 mil pesos o 100 mil reales para realizar un film, pero en Estados Unidos se invierten 200 millones de dólares porque nosotros lo financiamos pagando sus (¿excelentes?) películas cuatro veces, a saber: en los cines, en la videos locadoras, en las TV por cable y en las publicidades de la televisión abierta. Pero si a las producciones nacionales no las vemos ni en el cine nunca habrá presupuestos suficientes para mejorar la calidad de nuestras películas. Lo mismo ocurre con la literatura, con la música y con todas las formas de expresión cultural.

Raramente compramos los discos del músico y compositor de nuestro barrio o los libros del escritor que vive en la otra cuadra, pero consumimos todo lo que producen a 10 mil km de casa, en el idioma de los países que más criticamos, que no nos pertenece y que generalmente no comprendemos. Por eso no es raro ver a los muy “revolucionarios” artistas y ciudadanos sudamericanos pagando para ver el último recital de los Rolling Stones. Pero, si Karoso Zuetta, o cualquier otro compositor y músico que representa nuestra cultura, anuncia su nuevo disco venderá apenas para sobrevivir.

Independencia cultural

Se argumentará que las expresiones artísticas culturales son universales. Eso es cierto, pero daría mi vida por ver a un norteamericano o a un inglés que escuche a León Gieco mientras trabaja o pague y haga fila para ver una película argentina o tenga en su biblioteca un libro de Jorge Amado. Ni siquiera conocen a nuestros creadores porque ellos consumen los bienes culturales que producen en sus países.  Por eso razón esas naciones son desarrolladas y por eso mismo las nuestras son subdesarrolladas.

Por eso creo que no se trata de imitar o de consumir aquello que las potencias -tan criticadas- producen. No se trata de hacer lo que esos países hacen, sino de hacer COMO ellos lo hacen. Es justamente en el consumo masivo de sus productos culturales donde radica su predominio, es a través de su arte que nos imponen su cultura, su lengua, sus usos y costumbres en detrimento de lo nuestro. Al adoptar los estilos, estéticas y modas foráneas perdemos identidad y al carecer de independencia cultural perdemos soberanía, autoridad y la facultad y el dominio sobre nosotros mismos. Es decir que nos tornamos culturalmente dependientes, simples colonias sin libertad ni memoria.

Recital de Guns and Roses para los nuevos “revolucionarios”

La mejor arma para colonizar o destruir una nación es la penetración cultural. Entonces ¿de qué nos sirve protestar, pintar muros o hacer “revoluciones” cibernéticas con consignas antimperialistas para que nos devuelvan las Malvinas o el petróleo mientras escuchamos Guns and Roses? Eso es tan absurdo como si exigiéramos juicio y castigo a las juntas militares que gobernaron nuestros países vistiendo una remera con la imagen de Videla o de Pinochet. Creo que esas posturas políticamente en contra y culturalmente a favor sobrepasan los límites de la miopía para alcanzar la absoluta ceguera.

Durante la guerra del Golfo Pérsico, escuchaba por radio a prestigiosos periodistas argentinos que con exaltación y mucha elocuencia censuraban la invasión norteamericana, pero tras las críticas al imperio, durante la pausa, solicitaban al operador que  ponga a Frank Sinatra interpretando “New York, New York”. Cuando el odio y el amor del colonizado por su conquistador se amalgaman el resultado es la ignorancia. Por lo dicho mi precoz razonamiento resultó ser cierto: si los provincianos somos del “interior”, los que habitan las capitales ciertamente son del “exterior”.

Pido disculpas, como revelé al inicio, soy apenas un salvaje, mi precaria lógica es provinciana y me niego a ser considerado una persona “civilizada”.

Miguel Hachen


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